NEWSWEEK
03-02-2009
Shoá, dictadura y negación
Por Daniel Goldman
No es mi intención hacer de estas líneas una lección de teología, ya que mis argumentos no están sujetos a los parámetros académicos de dicha disciplina, pero acaso ¿no será la teología el arte de reglamentar y encasillar las supuestas reacciones de Dios ante lo inexplicable? Así como resulta difícil encontrar una definición teológica judía de religión, también resulta demasiado complicado hallar una explicación teológica al problema del mal desde esta misma perspectiva. “Te he dado el bien y el mal, la vida y la muerte” dice el Deuteronomio. La filosofía judía y el problema del mal o de la muerte (dicho en términos más mundanos) nunca se llevaron muy bien, porque al decir del pensador judío Soloveitchik “el judaísmo ve en la muerte una contradicción religiosa”. Tal vez se deba a que ningún judío es religioso en el sentido tradicional de la palabra. Fuimos educados a religarnos en términos verticales, ya que la tradición enseña la dificultad de esforzarnos en trasladar la tierra al cielo, sino en amalgamar el cielo con la tierra, colocando toda la energía en la pugna para que este mundo (y no el otro) sea más rico en justicia y bondad. Para ello hay una insistencia en un metafórico retorno hacia los días del paraíso de la creación, no como figura nostálgica sino como una meta del destino, teniendo conciencia absoluta (y no relativa) de que al mal no se lo elimina, sino simplemente se lo combate. Eliminar al mal es fundamentalismo. Combatirlo es lo opuesto. En este sentido, la memoria resulta ser una de las herramientas esenciales del combate. La intimación recurrente a la memoria como agente de cambio, por más doloroso que resulte, es uno de los instrumentos con los que más insiste la tradición judía.
Dice Iosef Jaim Ierushalmi en su libro “Zakhor” que el verbo “recordar” en su expresión más simple aparece 172 veces en el texto bíblico. Eso cuantitativamente significa mucho, y presupone un mandato muy valiente en términos cualitativos. “La memoria es un trabajo”, como lo manifiesta Paul Ricouer.
La Shoá, que según Zygmunt Bauman “es el producto más legítimo de la modernidad”, y que ha sido mal traducido como Holocausto, es la gran ecuación que, como escándalo humano, ha ayudado a revivir el tema de la memoria en el mundo occidental y replantea el ejercicio cotidiano que en términos intelectuales y prácticos hacen a la faena de descubrir las formas mutantes en las que se va transformando el mal y el sometimiento. La dictadura militar argentina ha sido una de esas variantes.
Además de los reconocidos organismos de DD.HH., existen en nuestro país entidades que trabajan para perpetuar el ejercicio de la memoria y denunciar cualquier tipo de genocidio. La Comisión Provincial por la Memoria es una de las organizaciones que funciona entre otras cosas para establecer un puente entre lo ocurrido durante la época del terrorismo de Estado y el autoritarismo que hasta hoy día se mantiene en algunas reparticiones del Estado, como por ejemplo, en las cárceles de la provincia de Buenos Aires. La Fundación Memoria del Holocausto (FMH), creada en el año 1993, tiene como objetivo no permitir olvidar el horror del genocidio Nazi perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial, a través de la creación de un museo, cursos, publicaciones y todo tipo de difusión de lo ocurrido con el pueblo judío. Ambas organizaciones, que surgen de un dolor genuino, tienen como eje fundamental la memoria, que sin duda alguna también resulta, hermenéuticamente, uno de los valores centrales de la vida cristiana.
Lejos de opinar sobre cuestiones rituales de la tradición cristiana y de las controversias sobre la inconveniencia o no de que el Papa Benedicto XVI haya perdonado a cuatro obispos católicos ultratradicionalistas excomulgados hace veinte años, considero que el lugar que me atañe como judío está vinculado a sumarme al clamor de molestia, tanto por las expresiones negacionistas de la Shoá por parte del inglés Richard Williamson, así como por su supuesta participación ideológica durante la dictadura argentina. Sus expresiones ante la televisión sueca no son producto de un malentendido, sino de una intención real de querer olvidar la historia, tergiversándola, ya que esa es la condición del negacionismo. Y como negacionista, Williamson debe alegar que la Shoá es producto de un mito, que es el fruto de una fabulación, que tiene como interés el fraude y su disparatado argumento también debe conducirlo a sostener que los desaparecidos están paseando ahora por las playas de Auschwitz y Treblinka.
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